domingo, 19 de octubre de 2008

PEQUEÑAS HISTORIAS - CAPITULO 2

Las estampillas que Moshe le puso al Rey Salomón


Según la Real Academia Española Proverbio: adagio, sentencia, máxima refrán, dicho, moraleja.
INSTRUYE AL NIÑO EN SU CAMINO.Y AUN CUANDO FUERE VIEJO NO SE APARTARA DE ELProverbios. 22.6

En cada colectividad y en consecuencia en cada familia, según el antecedente de su origen, la gastronomía tiene sus perfiles y códigos propios para las festividades o simplemente para cierto día de la semana, como lo son las pastas del domingo para los italianos. Hoy, frente a la gran diversidad de productos frescos y elaborados, delivery de por medio, esas pautas del esmero y la dedicación doméstica se han desdibujado. Pero, en mi infancia y primera adolescencia disfruté de un día sumamente original, sobre todo desde la primavera hasta el otoño, era el LUNES. Mi Mamá, sin preparación lúdica o psicológica universitaria, creó, frente a la falta de recursos, un día de camping, sin campos, ni montañas ni mares. Ella activaba nuestra feliz conformidad participando del juego como un niño más. La cocina, pintada de verdecito y el piso de baldosas rojas, impecable, lucia de fondo una mesada con hornalla a carbón y al lado, el dorado y esbelto calentador Primus, para las cocciones de tiempo reducido. Cuando se acercaba mi séptimo cumpleaños, nos iniciamos en la modernidad de la cocina a gas, todo un orgullo, ya que la Maxor reemplazaría el traslado de las fuentes de horno a la panadería, albergue hasta ese momento, por un costo estipulado, de las comidas de los domingos, especiales porque el almuerzo se compartía con Papá Por lo tanto el lunes se transformaba en L U N E S. Si en lunes con mayúscula, como si fuera un letrero de bienvenida al espacio de la fantasía. Sobre el piso poníamos un mantel. Junto a Mamá nos sentábamos, rodeándolo, dispuestos a iniciar el rito. El rectángulo de la ventana abierta, nos regalaba un rayo de sol , la penumbra de alguna nube o chispitas de lluvia. Pero nada cambiaba el clima de ese paseo, que, siendo virtual, lo vivíamos como real, tan imaginativo y pintoresco. La comida, era de L U N E S. Sandwiches de pan trenzado con amapolas, comprado en la almacén de Don Jaime o de pan casero, alargadito, crugiente con un corte al medio, tal vez para que su aroma interior volara. Lo traía el carro rojo y blanco, tirado por un caballo pronto a jubilarse, obediente, acostumbrado a los chimentos de las vecinas, en prudente fila y al ruido de los chicos. Nosotros esperábamos que Mamá también pudiera comprar la bolsa de las galletitas rotas, envasadas por la panificadora y cuyo costo era menor, como descarte en la selección, discriminación que nunca afectó el placer de paladearlas. El pan lo cortaba Bernardo, era un especialista prolijo. Rodaja a rodaja, simétricas se ubicaban en un plato, al centro, al alcance de todos. Alrededor, como un abanico de tentaciones y colores, ocupaba un lugar preferencial en nuestro apetito el bursht, invitado no habitual al picnic por razones de costo. Pero siempre había un frasco de vidrio de smétene, crema deliciosa, tapadita con una cubierta de cartón, que desprendía su misterio de vacas anónimas al levantarla de una solapita. Rodajas de tomate, pepino y lechuga, queso blanco, que se vendía suelto, y.. como cierre nuestro manjar... un vaso de dulce de leche, gentilmente pesado con yapa por Don Jaime, acostumbrado a la clientela menuda y ansiosa, que revoloteaba en ese local desordenado y con el murmullo bilingüe de los compradores adultos. Según la temperatura, bebíamos agua sola o con un chorrito de jarabe de granadina o de los refrescos de naranja y cola para diluir que Mamá preparaba en base a un proceso casero con esencias. Si hacía frío, el café con leche nos agasajaba la panza. De fondo, Radio El Mundo o Radio Belgrano participaban de esos almuerzos pecualiares. En todo existía algo de mágico. Era mágica nuestra predisposición, la alegría, el agradecimiento y el esmero que transformaba la pequeña cocina en un paisaje ilimitado de charla y risas. Pero el hechizo llegaba a su mayor clima de emoción, cuando, casualidad o mejor dicho causalidad del amor mediante, coincidía con L U N E S la llegada del cartero, quien, conocedor ya de los sellos postales, gritaba, ¡carta... carta de la familia!. Ya sabía, Villa Crespo era un barrio de muchos inmigrantes. Había casas donde no golpeaba… ya no tenían quien les escribiera. Nosotros, con lágrimas retenidas, disimulábamos el apuro que las manos temblorosas de Mamá dilataban en abrir el sobre. Nos bastaba con leer el destinatario para reconocer la letra del Zeide. Desgastados por la guerra pero firmes en la fe, llegaron a Israel. Las manos vacías, las
Pequeñas Historias
huellas del horror en sus mirada y en el corazón, aferrándose, la melodía de la esperanza, HATIKVA... Mi Zeide, Rabino Jasídico Moishe-Moshé-Lerner fue el eje de una familia con nueve hijos, ocho mujeres y un varón. Mamá fue una relatora detallista. Sus padres, los hermanos, el Liceo, las festividades, los cuellos almidonados de las camisas para shabat, la historia de Napoleón, que se sabía al dedillo, la orquesta de la secundaria, su mandolina, el director que tocaba con gestos apasionados el violín, las bromas con sus compañeras en la colonia de vacaciones, alegrías y enojos de una adolescente. Y también el capítulo duro, los inicios de las actitudes hostiles contra los judíos por parte de los polacos, vividas en el seno de su propia familia, que marcaron su destino. Fue el primer eslabón de la familia Lerner Zaidweber que partió para la Argentina con el proyecto de continuar, poco a poco, los demás, la vida en un país, con paz y pan. Los paisanos, oriundos de Zamosc, que se reunían en el farein, el sitio comunitario de los inmigrantes, donde volcaban las nostalgias, recuerdos y las anécdotas que jalonaban su inserción en Buenos Aires., contribuyeron también a conocer el perfil de ese hogar judío. Allí supe que mi Zeide era considerado y bondadoso como padre y como maestro espiritual. Delicado, amante de la cultura, nos transmitió una fortuna en valores y consejos. Las cartas, llenas de ternura, siempre acortaron la distancia, afianzando con afecto nuestra pertenencia a la gran familia, trabajo arduo cuando no se pueden compartir las vivencias de cada día. Mamá leía a media voz, apresuradamente la primera vez. Las cartas llegaban en idisch o en polaco. Luego, con las pupilas húmedas y en medio de incontables suspiros colmados de las secretas intimidades del alma, nos traducía al castellano, párrafo a párrafo. Recuerdo esos momentos y me estremezco. Era una niña y todo lo querido debía ser inmortal. La muerte de mi Zeide, llegó en una carta, el 16 de agosto de l961. Hacía ya dos meses que, sin agredir a nadie, silenciosamente, ingresó en el sueño de la partida final con los honores de la liturgia para un tzadik. Su cuerpo se había unido a la tierra de Israel en el cementerio de Natania. Muchos años después solo pude tocar su tumba y la de mi bobe y encender velas. Esas velas fueron en honor al conocimiento. Como las que él encendió, años atrás, con su voz firme, pausada, cálida, que yo siento al mirar la foto, junto mi bobe Malke y mi único tío varón, Shlomo, un niño aún, los tres juntos en la primera noche de un Rosh Hashaná sin fecha identificada. Sin duda la jalá redonda que se destaca en la mesa es mas que un símbolo tradicional. Para mi es la vida que se recrea permanentemente en tanta sabiduría recibida. Sus cartas tenían el contenido adecuado, el ejemplo sencillo, visible para un niño, dejando abierta las puertas del entendimiento, de la solidaridad, del respeto, de las pautas de convivencia, de los valores que, bien sembrados, son el núcleo de la entereza que, en la vejez y en la adversidad me acompañan como brújula y fundamento.

Cuando, como madre, quise ubicar un texto bíblico en las tarjetas para el Bar Mitzvá de mi hijo, Javier Alejandro, Moshé Mordejai, sin duda mi Zeide Moshé guió esta inquietud a las páginas de los Proverbios del Rey Salomón. Considero que no he actuado con irreverencia frente a palabras tan sagradas y he aplicado una metáfora, afirmada en la realidad de cada mensaje de mi Zeide, con su estilo próximo, afectuoso, e inteligente, porque creo, realmente, que le puso en cada carta las estampillas para la posteridad a la ética, como un legado familiar para sus nietos y bisnietos. Y así recuerdo
DER MENCH TRAJT AN GOT LAJTEL HOMBRE PIENSA-PROPONE-Y DIOS SE RIE-DISPONE.
MOISHE-MOSHE LERNER Z'L.
En Proverbios sobre la vida y la conducta, 16.9

EL REY SALOMON DICE:EL CORAZON DEL HOMBRE PIENSA SU CAMINO MAS DIOS ENDEREZA SUS PASOS.
Para Marcela, Karina, Javier y Dani, queridos hijos, para mis nietos, Shajar be Idan, Idan y Shajar, miel de mi corazón, a ustedes, sólo unos minutos de lectura para muchos años de recuerdos viscerales, porque las cartas y el diálogo superaron todas las fronteras.
Lidia Pantychowski Lerner de Pisochin

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